“La mujer tiene de común con los ángeles,
que los seres que sufren le pertenecen.”
Honoré de Balzac
Esa noche fui al anfiteatro. Me gustaba ese lugar para escribir, fumar o sólo estar ahí. Estaba solo. Divagaba en pensamientos de antaño, cuando era feliz. Cuando emborrachaba mi alma de noches sin desdicha e incendiaba mi vida con besos pérfidos. Ahora son, solamente, un puñado de tristes licores que limitan el recuerdo.
Sentí respirar al viento, me di cuenta que tenia compañía. En el escenario frente a mí, había una mujer. Parecía una niña, sus cabellos bermejos caían sobre su desnudez. Sus senos perfectos, sus rasgos celestiales y sus manos inalcanzables eran parte de mí, ahora. Miró al cielo, la luna reflejó en ella el más perfecto cuadro de desolación. Me sentí acompañado.
Notó mi presencia, miro hacia donde yo estaba unos instantes, y no le importó su espectador. Me sentí abatido. Caminó con pasos elegantes, casi graciosos, por todo el escenario. Sentí su respiración más fuerte y profunda.
En principio hizo algunos ademanes acompasados con sus brazos y manos, no la comprendí.
...Y bailó con tanta vehemencia que parecía posesa, pero era distinta, ya no era niña. Era Dios y Demonio, santo y criminal. Buscaba sus ojos y no los encontraba, estaban profundos, distantes, estaban en ella.
Tuve un éxtasis contemplativo, que no dejaba siquiera que aparte la mirada de ese cuerpo que nunca fue terrestre.
En un momento se posó frente a mí y se quedó en silencio, con la mirada hacia abajo. Yo estaba perplejo y sin poder hablar. Me miró. Sus ojos se dispararon hacia los míos. Sentí paz y temor. Solo silencio. Un halo de luz rodeó todo su cuerpo, su sangre alucinó el piso. Su cuerpo se desangraba con placer ante las estrellas. La vi sonreír.
Quizás reía de mi, de su vida, no lo se...
Esa facción en su rostro me desesperaba. ¡Oh Dios! La hacía cada vez más hermosa. Lloró su sangre...
Sentía que había pedido una elongación de mi mente, algo mío que no me pertenecía. Su sonrisa persistía a pesar de sus lágrimas.
Quizás estuve horas admirando la belleza de la muerte.
Me levanté. La tomé entre mis brazos, apoyé su cara en mi pecho, besé sus ojos, besé sus labios, probé su sangre...
El perfume de su cabello era exquisito y solo se comparaba con la calma del final. Lloré. Me sentí solo...
Amanecía. El sol golpeaba mi cara y comprendí que no presencié su muerte, sino, el regazo de la mía. No me importó...
Sentí respirar al viento, me di cuenta que tenia compañía. En el escenario frente a mí, había una mujer. Parecía una niña, sus cabellos bermejos caían sobre su desnudez. Sus senos perfectos, sus rasgos celestiales y sus manos inalcanzables eran parte de mí, ahora. Miró al cielo, la luna reflejó en ella el más perfecto cuadro de desolación. Me sentí acompañado.
Notó mi presencia, miro hacia donde yo estaba unos instantes, y no le importó su espectador. Me sentí abatido. Caminó con pasos elegantes, casi graciosos, por todo el escenario. Sentí su respiración más fuerte y profunda.
En principio hizo algunos ademanes acompasados con sus brazos y manos, no la comprendí.
...Y bailó con tanta vehemencia que parecía posesa, pero era distinta, ya no era niña. Era Dios y Demonio, santo y criminal. Buscaba sus ojos y no los encontraba, estaban profundos, distantes, estaban en ella.
Tuve un éxtasis contemplativo, que no dejaba siquiera que aparte la mirada de ese cuerpo que nunca fue terrestre.
En un momento se posó frente a mí y se quedó en silencio, con la mirada hacia abajo. Yo estaba perplejo y sin poder hablar. Me miró. Sus ojos se dispararon hacia los míos. Sentí paz y temor. Solo silencio. Un halo de luz rodeó todo su cuerpo, su sangre alucinó el piso. Su cuerpo se desangraba con placer ante las estrellas. La vi sonreír.
Quizás reía de mi, de su vida, no lo se...
Esa facción en su rostro me desesperaba. ¡Oh Dios! La hacía cada vez más hermosa. Lloró su sangre...
Sentía que había pedido una elongación de mi mente, algo mío que no me pertenecía. Su sonrisa persistía a pesar de sus lágrimas.
Quizás estuve horas admirando la belleza de la muerte.
Me levanté. La tomé entre mis brazos, apoyé su cara en mi pecho, besé sus ojos, besé sus labios, probé su sangre...
El perfume de su cabello era exquisito y solo se comparaba con la calma del final. Lloré. Me sentí solo...
Amanecía. El sol golpeaba mi cara y comprendí que no presencié su muerte, sino, el regazo de la mía. No me importó...
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